El oro no constituye únicamente un simple complemento de lujo sino un verdadero actor a lo largo de la historia, siempre dispuesto a ser protagonista en cualquier crisis; incluso en épocas de prosperidad, el oro estaba dispuesto a salir siempre a relucir, ya que, a lo largo de la historia, este metal ha sido tanto el refugio de las grandes ambiciones humanas como el símbolo de ellas, un personaje mudo que ha marcado épocas enteras de la historia e incluso un arma más en la estrategia geopolítica de la humanidad, sea en el pasado o en nuestros días.
Y es que, de hecho, el oro se erigió en el trofeo más deseado por parte de los antiguos reinos, a medida que el poder iba midiéndose con la cantidad de lingotes y galeones que se amontonaban y dando al oro el papel que le correspondía como el medio ideal para llenar las arcas de los estados y desbordar prestigio en la esfera internacional.
Si hacemos un somero recorrido por la historia, para los antiguos egipcios el oro, que era venerado, surtía un carácter divino que hacía del mismo un metal imprescindible para sus templos y tumbas. En el Imperio Romano, además de adornar las coronas y las joyas de los poderosos, fue una de las bases imprescindibles de su economía, donde el oro tuvo su mayor esplendor haciendo de este metal, el símbolo del poder y la opulencia, el principal medio para acuñar monedas.
En la Edad Media, el oro sería la base sobre la que descansarían las relaciones comerciales y la demostración de riqueza, cuya búsqueda y acumulación se acentuó con la llegada del descubrimiento de nuevas tierras en el Renacimiento.
Los mercantilistas, con una visión casi mística del metal amarillo, entendían que la acumulación del mismo no era solo un medio para financiar guerras y exploraciones; era la manera de establecer el equilibrio de poder en un mundo sostenido por la balanza comercial. Se consideraba seguro que cuanto mayor acervo de oro se pudiese acumular, más firme sería la posición económica y política de cualquier país. Esa obsesión por el oro, se convirtió en el motor de exploraciones y conquistas, dejando una huella imborrable en la configuración de los imperios modernos.
En el siglo XIX se desató la fiebre del oro en lugares como California donde llegaron miles de inmigrantes buscando fortuna, lo que impulsó el crecimiento de nuevas ciudades y la transformación de sociedades enteras. Ya en el siglo XX, fue el principal protagonista del sistema monetario internacional respaldando a las divisas de los países mediante el patrón oro.
Así pues, a lo largo de los siglos, la historia nos ha enseñado que, en tiempos oscuros, el oro brilla más que nunca como ocurrió con la crisis del petróleo en los años 70, en la crisis financiera de 2008, entre otras, y ahora sigue siendo fiel a su tradición, dejando claro que, cuando todo lo demás falla, el oro siempre está ahí, a la espera de un fallo en el sistema económico, para volver a sacar pecho y salir a la palestra.
Desde inicios del año pasado, el precio del oro ha subido un 46%, impulsado por un cóctel explosivo de tensiones geopolíticas, incertidumbre económica y el insaciable deseo de los inversores por aferrarse a algo que no dependa de bancos centrales jugueteando con tipos de interés y divisas digitales.
Desde que comenzó 2025, el oro ha acumulado una subida del 12,7%, consolidando su estatus de activo refugio por excelencia. Y es que, como bien sabemos, cuando los mercados tiemblan, los inversores corren despavoridos en busca de un lugar seguro. El resultado es que el oro ha alcanzado la histórica cifra de 3.000 dólares por onza, lo que demuestra que se mueve muy bien entre el caos.
Y no solo los inversores han caído rendidos ante el metal amarillo sino también los bancos centrales llevan tiempo acumulando oro como si supieran algo que el resto del mundo ignora. En un contexto de desconfianza en las monedas fiduciarias y tensiones globales, las reservas de oro de muchos países han crecido de manera significativa, demostrando que incluso las instituciones que controlan el dinero prefieren tener un respaldo tangible como salvaguarda en tiempos de incertidumbre y símbolo de solidez económica.
Hoy, la ironía reside en que, a pesar de los avances y la diversificación de instrumentos financieros, la fascinación por el oro persiste, lo que nos recuerda que su brillo también es financiero. Mientras los inversores modernos huyen del riesgo en medio de crisis y los bancos centrales continúan acumulándolo como una póliza contra la incertidumbre, resuenan con fuerza los ecos del pensamiento mercantilista pues en tiempos de duda, el metal precioso sigue siendo, para muchos, la garantía última de estabilidad y poder.
Desde que comenzó 2025, el oro ha acumulado una subida del 12,7%, consolidando su estatus de activo refugio por excelencia
El oro no constituye únicamente un simple complemento de lujo sino un verdadero actor a lo largo de la historia, siempre dispuesto a ser protagonista en cualquier crisis; incluso en épocas de prosperidad, el oro estaba dispuesto a salir siempre a relucir, ya que, a lo largo de la historia, este metal ha sido tanto el refugio de las grandes ambiciones humanas como el símbolo de ellas, un personaje mudo que ha marcado épocas enteras de la historia e incluso un arma más en la estrategia geopolítica de la humanidad, sea en el pasado o en nuestros días.
Y es que, de hecho, el oro se erigió en el trofeo más deseado por parte de los antiguos reinos, a medida que el poder iba midiéndose con la cantidad de lingotes y galeones que se amontonaban y dando al oro el papel que le correspondía como el medio ideal para llenar las arcas de los estados y desbordar prestigio en la esfera internacional.
Si hacemos un somero recorrido por la historia, para los antiguos egipcios el oro, que era venerado, surtía un carácter divino que hacía del mismo un metal imprescindible para sus templos y tumbas. En el Imperio Romano, además de adornar las coronas y las joyas de los poderosos, fue una de las bases imprescindibles de su economía, donde el oro tuvo su mayor esplendor haciendo de este metal, el símbolo del poder y la opulencia, el principal medio para acuñar monedas.
En la Edad Media, el oro sería la base sobre la que descansarían las relaciones comerciales y la demostración de riqueza, cuya búsqueda y acumulación se acentuó con la llegada del descubrimiento de nuevas tierras en el Renacimiento.
Los mercantilistas, con una visión casi mística del metal amarillo, entendían que la acumulación del mismo no era solo un medio para financiar guerras y exploraciones; era la manera de establecer el equilibrio de poder en un mundo sostenido por la balanza comercial. Se consideraba seguro que cuanto mayor acervo de oro se pudiese acumular, más firme sería la posición económica y política de cualquier país. Esa obsesión por el oro, se convirtió en el motor de exploraciones y conquistas, dejando una huella imborrable en la configuración de los imperios modernos.
En el siglo XIX se desató la fiebre del oro en lugares como California donde llegaron miles de inmigrantes buscando fortuna, lo que impulsó el crecimiento de nuevas ciudades y la transformación de sociedades enteras. Ya en el siglo XX, fue el principal protagonista del sistema monetario internacional respaldando a las divisas de los países mediante el patrón oro.
Así pues, a lo largo de los siglos, la historia nos ha enseñado que, en tiempos oscuros, el oro brilla más que nunca como ocurrió con la crisis del petróleo en los años 70, en la crisis financiera de 2008, entre otras, y ahora sigue siendo fiel a su tradición, dejando claro que, cuando todo lo demás falla, el oro siempre está ahí, a la espera de un fallo en el sistema económico, para volver a sacar pecho y salir a la palestra.
Desde inicios del año pasado, el precio del oro ha subido un 46%, impulsado por un cóctel explosivo de tensiones geopolíticas, incertidumbre económica y el insaciable deseo de los inversores por aferrarse a algo que no dependa de bancos centrales jugueteando con tipos de interés y divisas digitales.
Desde que comenzó 2025, el oro ha acumulado una subida del 12,7%, consolidando su estatus de activo refugio por excelencia. Y es que, como bien sabemos, cuando los mercados tiemblan, los inversores corren despavoridos en busca de un lugar seguro. El resultado es que el oro ha alcanzado la histórica cifra de 3.000 dólares por onza, lo que demuestra que se mueve muy bien entre el caos.
Y no solo los inversores han caído rendidos ante el metal amarillo sino también los bancos centrales llevan tiempo acumulando oro como si supieran algo que el resto del mundo ignora. En un contexto de desconfianza en las monedas fiduciarias y tensiones globales, las reservas de oro de muchos países han crecido de manera significativa, demostrando que incluso las instituciones que controlan el dinero prefieren tener un respaldo tangible como salvaguarda en tiempos de incertidumbre y símbolo de solidez económica.
Hoy, la ironía reside en que, a pesar de los avances y la diversificación de instrumentos financieros, la fascinación por el oro persiste, lo que nos recuerda que su brillo también es financiero. Mientras los inversores modernos huyen del riesgo en medio de crisis y los bancos centrales continúan acumulándolo como una póliza contra la incertidumbre, resuenan con fuerza los ecos del pensamiento mercantilista pues en tiempos de duda, el metal precioso sigue siendo, para muchos, la garantía última de estabilidad y poder.
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