Pasadas las cinco, los obreros abandonan la fábrica, que se despliega de forma colosal tras los muros. Se ve un paisaje de chimeneas que escupen bocanadas de humo, conductos de metal y enormes naves. Sobre la entrada, un eslogan del presidente chino, Xi Jinping, anima a “participar en la vanguardia industrial” y una pintada en la tapia arenga a “levantar la creatividad con las tierras raras”. Son los dominios del grupo Baogang, la mayor base de producción de tierras raras del mundo, ubicada a las afueras de Baotou, una ciudad de 2,7 millones de habitantes en la provincia china de Mongolia Interior, cerca del desierto de Gobi. La historia de este conglomerado, nacido en 1954, discurre en paralelo al ascenso de China como superpotencia, y a su creciente dominio de unos recursos determinantes en la contienda geopolítica del siglo XXI.
En la urbe junto al desierto de Gobi donde se ha forjado la industria de minado y procesado de estos recursos clave no son bienvenidos los curiosos
Pasadas las cinco, los obreros abandonan la fábrica, que se despliega de forma colosal tras los muros. Se ve un paisaje de chimeneas que escupen bocanadas de humo, conductos de metal y enormes naves. Sobre la entrada, un eslogan del presidente chino, Xi Jinping, anima a “participar en la vanguardia industrial” y una pintada en la tapia arenga a “levantar la creatividad con las tierras raras”. Son los dominios del grupo Baogang, la mayor base de producción de tierras raras del mundo, ubicada a las afueras de Baotou, una ciudad de 2,7 millones de habitantes en la provincia china de Mongolia Interior, cerca del desierto de Gobi. La historia de este conglomerado, nacido en 1954, discurre en paralelo al ascenso de China como superpotencia, y a su creciente dominio de unos recursos determinantes en la contienda geopolítica del siglo XXI.

Este grupo de 17 elementos químicos es una pieza clave en la batalla comercial entre Washington y Pekín. Después del cañonazo arancelario de Donald Trump, China replicó con restricciones a la exportación de siete de ellos y sus productos derivados, un golpe que ayudó a forzar una tregua. Las autoridades comunistas son conscientes de su poder de negociación. La República Popular fue responsable en 2024 de un 69% del minado mundial de estos recursos, según el Servicio Geológico de Estados Unidos; cuenta con el 40% de las reservas mundiales probadas y controla, de media, el 80% de los distintos eslabones de la cadena de valor global, según China Mining Magazine.

Buena parte de los procesados y refinados salen de las fábricas de Baogang en Baotou. La urbe es conocida como la capital mundial de las tierras raras. Aquí casi todos conocen su relevancia. “Son un recurso estratégico. Algunas armas se hacen con tierras raras”, resume Dao Qing, un estudiante de 16 años, que se encuentra de visita en el museo de la ciudad, en un barrio bautizado como Nuevo Distrito de las Tierras Raras. Parte de la exposición está dedicada a los éxitos en este campo, y el estudiante se encuentra frente al panel que resume la puesta en marcha, con ayuda soviética, de los primeros altos hornos en Baotou. En una vitrina se conserva un pedazo de la cinta que cortó el entonces primer ministro, Zhou Enlai, durante su inauguración en 1959.
Su ubicación no fue casual. El desarrollo de Baotou está vinculado al hallazgo en 1927 del gigantesco yacimiento de hierro de Bayan Obo, a unos 150 kilómetros al norte. En 1934, un geólogo enviado desde Pekín descubrió la presencia de dos elementos de tierras raras. Seguirían más. Hoy las reservas de esta mina suman el 83% del total de China y un 38% del mundial. Es la principal fuente planetaria de tierras raras ligeras, entre las que están el cerio (fundamental para mejorar la ductilidad del acero), el neodimio (imanes de alta resistencia, esenciales en la fabricación de motores de vehículos eléctricos) y el samario (Estados Unidos lo emplea en imanes resistentes al calor para sus cazas supersónicos y misiles), y de algunas pesadas, como el terbio (valorada por sus propiedades luminiscentes).

Con la llegada del periodo de apertura y reforma, en 1978, el entonces viceprimer ministro, Fang Yi, director de la Comisión de Ciencia y Tecnología, colocó su explotación en el centro del modelo de modernización. Declaró el yacimiento como “un tesoro nacional” y en 1981 animó al país a convertirse “en una potencia de tierras raras en el mundo”. Lo logró a medida que los países desarrollados abandonaron su minado y procesado, por el coste y el impacto ecológico. “Las preocupaciones medioambientales amenazan con el cierre del único productor estadounidense de estos elementos”, advertía en 1998 un estudio del Servicio Geológico de Estados Unidos. Se refería a una mina en Mountain Pass (California), que cerró unos años, hasta que reabrió por cuestiones estratégicas. Hace un par de semanas, el Pentágono anunciaba que se había convertido en el principal accionista de MP Materials, la operadora de Mountain Pass.
En Baotou se perciben los estragos medioambientales. Al menos desde 1980, los vecinos han notado efectos devastadores vinculados a filtraciones del inmenso dique de relaves de Waikuang: el ganado desarrollaba deformaciones dentales que les impedían alimentarse, y muchas especies morían poco después de nacer. Informes oficiales registraron un alto número de enfermedades humanas —problemas digestivos, debilidad generalizada y un aumento de muertes por cáncer—, además de una caída drástica en la producción agrícola. Los análisis revelaron que el agua subterránea contenía niveles excesivos de cloruros, sólidos disueltos, dureza y sulfatos, y un profesor del Instituto de Protección Radiológica de China, junto con otros expertos, demostró que la inhalación prolongada de polvo de minerales de tierras raras que contienen torio (un elemento radioactivo) puede causar cáncer de pulmón. En los últimos años, se han implementado acciones para mitigar la contaminación. En 2023, la ciudad obtuvo 4,05 millones de yuanes (unos 483.000 euros) del gobierno central para realizar un monitoreo ambiental del suelo y las aguas subterráneas.
“¿Tienes algo de trabajo para mí?”, pregunta el señor Wang, un jubilado sentado en una esquina de una vieja colonia obrera ubicada a unos centenares de metros del dique de Waikuang. Son casitas de ladrillo, algunas sin luz ni agua. Los mosquitos zumban, y un grupo de vecinos charla mezclando el mandarín y su dialecto mongol. Varios, como el señor Wang, trabajaban en “la industria”, así la llaman. Los empleos, cuentan los locales, siguen atrayendo a gente de toda China, con salarios de unos 6.000 o 7.000 yuanes (715 o 834 euros) al mes. Los jubilados cobran pensiones de unos 2.000 yuanes (240 euros).

“Las tierras raras impulsan la economía, pero generan contaminación”, añade otro vecino. Cree que el aire que respiran contiene radiación. “Por eso están todas las ventanas cerradas”, dice, señalando los cristales opacados con cortinas y papeles de periódico. La percepción social del problema creció en 2010. Se publicaron reportajes en medios chinos. Y el Gobierno decretó el traslado de unos 5.000 afectados. Hoy viven en un complejo residencial a unos 10 kilómetros, en cuya entrada hay un animado despliegue de vendedores ambulantes. Los vecinos confirman que fueron trasladados “por la contaminación”. Un adolescente observa con suspicacia a los forasteros. No se fía.
Que las tierras raras son un asunto sensible uno empieza a comprenderlo al instante. Esa noche, el hotel reservado en Baotou explica que no puede albergar a un foráneo. En la puerta, aguarda una mujer que asegura ser de la oficina local del Ministerio de Exteriores. Inquiere por los planes y advierte: “En China hay que practicar el periodismo dentro de la legalidad”. Por la mañana, en el siguiente hotel reservado, cuatro personas esperan en el lobby. Se suben a dos coches y siguen al taxi en el que este reportero y su intérprete se desplazan hasta la estación de tren.

La intención es viajar hasta Bayan Obo, donde está la mina. El viejo ferrocarril deja atrás fábricas, cruza montes cubiertos de hierba y praderas donde pastan los caballos. Al descender en Bayan Obo, aguarda un dispositivo especial de seguimiento. Estos perseguidores hacen el trabajo periodístico inviable. Siguen una, dos, tres o cuatro personas y hasta tres coches por las calles polvorientas. No se identifican. Tratan de evitar o dificultar las interacciones. Entramos en una pequeña tienda de ropa, y pasan detrás; lo mismo en la biblioteca local. En el centro, hay un expositor destacado con publicaciones académicas china sobre tierras raras. El perseguidor interviene:
―No se puede hacer fotos ni tomar notas.
―¿Por qué?
―Porque habla de tierras raras.
Solo se pueden leer, dice, lo cual es falso: las revistas están disponibles en Internet. Uno de los estudios, elaborado para que China informe de su “toma de decisiones en la formulación de estrategias de seguridad”, advierte de que la producción de tierras raras muestra “tendencia ascendente” en países occidentales “encabezados por Estados Unidos”. Su objetivo es “reducir la dependencia”, y ha debilitado la capacidad de Pekín para “ejercer influencia en el comercio internacional”.

De pronto, la responsable de la biblioteca anuncia que tiene que cerrar antes de hora. Los infatigables perseguidores siguen hasta la solitaria Plaza de las Tierras Raras ―“no se puede hacer fotos”― y luego al Parque de la Mina de Bayan Obo. Allí dan la bienvenida dos excavadoras jubiladas después de 30 años de servicio, y se ve a lo lejos una enorme montaña de colores ocres, con la cumbre recortada tras décadas de explotación. Es la mayor mina de tierras raras del planeta. Los camiones circulan por la cresta como insectos ávidos: “Nada de fotos”.
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