Mafia corsa: sangre, silencio y territorio

El 5 de diciembre de 2017, las cámaras del aeropuerto de Bastia (Córcega) grabaron a un hombre con una máscara de látex andando detrás de otros dos tipos. Uno de ellos acababa de aterrizar en el vuelo Air France 4462 procedente de París. El otro le esperaba para llevarlo a casa. Eran Tony El Carnicero Quilichini, recién salido de la cárcel, y su amigo Jean-Luc Codaccioni, que regresaba de un permiso penitenciario en la capital. El tipo que les seguía sacó una AK-74 con una culata retráctil de la bolsa y abrió fuego. A Quilichini le alcanzaron 21 impactos de bala en la espalda y el agresor le remató con un disparo de 9 mm en la cabeza. Murió en el acto. Codaccioni, que recibió cinco proyectiles, falleció el 12 de diciembre de 2017 en el hospital. Los dos, en realidad, hacía diez años que estaban muertos.

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 Unos 20 clanes se reparten la isla de Córcega y explotan sus recursos naturales y económicos a través de la intimidación y la violencia. La sociedad civil ha decidido plantarles cara  

El 5 de diciembre de 2017, las cámaras del aeropuerto de Bastia (Córcega) grabaron a un hombre con una máscara de látex andando detrás de otros dos tipos. Uno de ellos acababa de aterrizar en el vuelo Air France 4462 procedente de París. El otro le esperaba para llevarlo a casa. Eran Tony El Carnicero Quilichini, recién salido de la cárcel, y su amigo Jean-Luc Codaccioni, que regresaba de un permiso penitenciario en la capital. El tipo que les seguía sacó una AK-74 con una culata retráctil de la bolsa y abrió fuego. A Quilichini le alcanzaron 21 impactos de bala en la espalda y el agresor le remató con un disparo de 9 mm en la cabeza. Murió en el acto. Codaccioni, que recibió cinco proyectiles, falleció el 12 de diciembre de 2017 en el hospital. Los dos, en realidad, hacía diez años que estaban muertos.

La sangre de los padres manchará a sus hijos, señala el viejo proverbio corso para explicar un ciclo de violencia infinito. Cuando uno decide matar en esta gran montaña en medio del mar, el lugar con la mayor tasa de homicidios de Francia (3,7 por cada 100.000 habitantes) y uno de los trozos de tierra más armados de Europa (350 por cada 1.000 habitantes), tiene la certeza de que tarde o temprano sus hijos querrán venganza. Una lógica inexorable que funcionará en bucle hasta la extinción de la raza humana. O al menos, de las familias que durante siglos pelearon por el territorio (351.000 habitantes).

El asesino del aeropuerto era Christophe Guazzelli, de 32 años. Alto, guapo, ojos azules arrebatadores. Educado en las comodidades burguesas, su familia le mandó fuera de la isla durante años para alejarlo del veneno. Pero los hombres del aeropuerto habían asesinado en 2009 a Francis Guazzelli, su padre y uno de los fundadores de la Brise de Mer (por el bar en el viejo puerto de Bastia donde se reunían), la primera mafia moderna de Córcega. Su hijo no tenía opción. Esperó diez años para arruinarse la vida guiado solo por dos objetivos: vengarse y restaurar la organización de su padre eliminando al clan rival.

El asesinato fue una bisagra en la historia de la mafia corsa, sumida hoy en un proceso de fibrilación casi nunca visto. Unos 20 clanes se reparten el territorio de forma horizontal, sin un capo supremo, según relata un inquietante informe de los servicios de información de la policía judicial publicado por Le Monde esta semana. Ocurre justo cuando la sociedad civil, la política y el sistema judicial francés comienzan a llamar por su nombre a la mafia. “Había razones culturales que hacían que el Estado no quisiera reconocerlo. Francia es el país de los derechos del hombre. ¿Cómo podía ser que existiera eso aquí? Ha habido cómplices pasivos y activos, muchos cargos públicos que no querían llamar a la enfermedad por su nombre. Pero hemos ganado la batalla semántica. Hay un sistema mafioso que no hemos inventado nosotros, solo lo hemos descrito”, señala Léo Battesti, antiguo activista nacionalista y hoy fundador de la asociación Maffia No, a vitta iè (No a la mafia, sí a la vida).

Leo Bettesti, fundador del movimiento 'Maffia No, a vitta iè' (No a la mafia, sí a la vida), retratado el pasado 3 de julio en Porticcio.

Los clanes, los Mattei, los Pantalacci, los Mocchi, los Africanos, forman parte de la vida insular. “La mayoría de ellos ha penetrado en todos los sectores ―políticos, sociales y económicos— de la isla y buscan dominar las actividades legales que les parecen más rentables”, escribe el Sirasco (Servicio de Inteligencia Criminal de la Policía Judicial). Tienen intereses en la construcción, la restauración, la hostelería, el transporte marítimo e incluso el sector inmobiliario. Los equilibrios entre estos grupos siguen siendo frágiles y pueden, en cualquier momento, romperse por conflictos abiertos y violentos donde fermenta el odio recíproco desde hace décadas. Y entonces, vuelven los muertos, los comercios saltan por los aires. “Si mi hijo me dice que montará aquí un bar, le diré que no. Si me pregunta por un negocio turístico, una discoteca, una empresa de construcción, le contestaré lo mismo. Incluso si quiere dedicarse a la obra pública. ¿Entonces qué le queda? Unirse a ellos, jugar con sus mismas reglas, o marcharse de Córcega”, señala un magistrado.

Dos potencias criminales —la banda de la Brise de Mer, en el norte, y el clan de Jean-Jérôme Colonna, alias Jean-Jé, en el sur— estructuraron el crimen organizado en la isla durante unos 20 años e impusieron un control social que aún perdura. La muerte accidental de Jean-Jé, en 2006, y la guerra fratricida dentro de la Brise de Mer entre 2008 y 2009 abrieron una primera etapa de transición que culminó con el asesinato del aeropuerto de Bastia en 2017. En el sur, la banda de Petit Bar retomó la herencia de Jean-Jé. Según el Sirasco, la situación vuelve a ser “particularmente inestable”. El documento señala que “desde hace algunos meses, se está produciendo una amplia recomposición, que sacude los equilibrios locales y hace temer una escalada de tensiones”.

El fiscal Jean-Philippe Navarre, cabeza rapada, complexión de púgil y una inquebrantable determinación en la mirada, recibe a EL PAÍS en su despacho del Palacio de Justicia de Bastia. Curtido en los departamentos de la lucha contra el crimen organizado en plazas como Marsella, Lille o Las Antillas, el fiscal tiene en la estantería una foto de un grafiti en una de las calles de Bastia. Junto a su nombre hay dos dibujos: una maleta y un ataúd. Una cosa o la otra, reza la amenaza. Mensajes cariñosos, bromea. “Es importante entender que un criminal del continente, un narco que se ha hecho millonario con negocios de droga, sueña llevar su dinero a Dubái, tener un hotel, una villa, chicas… El delincuente corso tendrá eso también, con conexiones y recursos. Pero su verdadero sueño es volver todos los veranos y que la gente baje la mirada cuando se sienta en la terraza del bar”, apunta. “Cuando no se les respete, se les rechace, habremos ganado algo: es el trabajo de la justicia, del Estado, de la educación nacional y de los colectivos. Cada uno debe movilizarse para que cambien las cosas”, señala apuntando a la educación en las escuelas como primer eslabón del cambio.

El fiscal Jean-Philippe Navarre, retratado el pasado día 1 de julio en su despacho del tribunal de Bastia.

Córcega y sus fuertes pulsiones independentistas, enraizadas en los orígenes genoveses de la isla, siempre fueron un cuerpo extraño en uno de los países más centralistas de Europa. Movimientos como el Frente de Liberación Nacional de Córcega (FLNC) aterrorizaron a la población con bombas y asesinatos durante años para reivindicar la soberanía del territorio. Los años sesenta y setenta fueron de plomo y sangre. Y la figura del prefecto (delegado del Gobierno) nunca es fácil en los lugares donde el Estado es visto como un colonizador, como un opresor.

En la sala de espera de la prefectura hay un póster de un concierto de la orquesta de Avignon que actuaba el día 6 de febrero 1998 en Ajaccio. Ese día, Claude Érignac, entonces representante del Estado aquí y gran melómano, dejó a su mujer en la puerta del teatro, fue a buscar aparcamiento y luego anduvo hasta al teatro. Antes de llegar, Yvann Colonna, un terrorista nacionalista le disparó tres veces por la espalda y lo mató. La cara de su asesino, convertido en un héroe nacional, está hoy por todas partes en Bastia y Ajaccio.

—Hola, pase-, invita Jerôme Filippini, prefecto de Córcega del Sur desde 2024.

Filippini es directo, transparente. No utiliza eufemismos. Hay mafia, sí. Está en la política, en la calle, en la sociedad. Hace unos meses, cuando la primera manifestación contra este fenómeno pasó por delante de la prefectura, salió a la calle y se subió a un camión con un megáfono para animar a la población a luchar, a salir del silencio. “No soy fatalista, no creo que las sociedades estén condenadas por la historia. Ni que los individuos estén condenados por la sociedad a la que pertenecen. Si todo el mundo lo quiere, podemos deshacernos de esa gente”, apunta. Es difícil. En la isla nadie habla. Cuando hay un crimen, es casi imposible no conocer directa o indirectamente a alguna de las partes. Los testigos enmudecen cuando llega la policía y el día del juicio, no se presenta ningún miembro del jurado. “Lo primero es la confianza en el Estado y la policía. Por razones heredadas del pasado, ha habido una desconfianza entre Córcega y la República. Y si no se restaura, quien gana es el crimen. Aceptar denunciar, hablar. Pero hacerlo con confianza. Y eso requerirá tiempo. Pero también instrumentos que permitan confiscar el patrimonio de las organizaciones”, analiza.

El prefecto de Córcega del Sur, Jérôme Filippini, interviene en la marcha contra la mafia el pasado 8 de marzo.

Francia ha aprobado nuevas y duras leyes contra el narcotráfico: prisiones de alta seguridad, regímenes de aislamiento, agilización de procesos… También la creación de una nueva Fiscalía General dedicada al crimen organizado. Pero Córcega sigue siendo un eocosistema difícil de encasillar. “Es un teatro de sombras. Nos cuesta ver las cosas. La mafia ha existido siempre. Ha habido siempre una porosidad entre los bandidos y el poder político y económico. Una tradición que viene del siglo XIX, dominación por la fuerza, la violencia, el asesinato. La novedad somos los colectivos antimafia, que hemos ganado una batalla semántica”, analiza Léo Battesti.

Sus años de activismo nacionalista, también desde la violencia, le hicieron entender lo absurdo de aquella lucha armada que, en muchos casos, terminó sentándose en la misma mesa que organizaciones como la Brise de Mer para repartirse la isla. “Fue un error. Les dimos un carácter casi político. Pero hoy la situación es caótica. Todas las acciones que se cometen hoy contra comercios, barcos, negocio inmobiliario… forman parte de esa tradición de presión en los sectores económicos. Toda la isla está bajo presión. También los que dicen que no lo están: esos, los que más».

La ola de ataques a determinados sectores económicos ha sido especialmente virulenta este año. La Cámara de Comercio de Córcega pidió hace dos semanas en un comunicado que cesara la violencia. Era la segunda vez. Se preocupaban, claro, por la economía, en una región con una tasa de paro (6,4%) más baja que la media francesa (7,4%) y un potencial turístico enorme. Ese es también el problema. “Es un hecho que, lejos de desvanecerse o alejarse, esta ola criminal no deja de crecer y extenderse. Ninguna economía, ninguna sociedad humana se construirá a partir de cenizas o desgracias”, dice el comunicado.

En 2024 hubo 364 actos violentos (incendio o con explosivos) contra empresas corsas que se negaron a pagar o a aceptar como socios a miembros de clanes. Uno por día. También fue el año de los asesinatos: 18. Seis barcos han ardido en los puertos de Calvi, Ajaccio y Saint-Florent. Pero es difícil saber cuántos hay realmente. “Son cifras grises porque hay muy pocas denuncias. Hoy ya no es una cuestión de pedir un sobre al final de mes, sino entrar como socios en la empresa bajo amenaza, a veces con la sola presencia, sin ni siquiera verbalizar esa violencia. Con lo cual es más difícil de detectar”, apunta el coronel Charles-Guillaume Lacoste en el cuartel de la Gendarmería de Ajaccio.

El coronel de la Gendarmería francesa, Guillaume Lacoste, retratado en su despacho de Ajaccio.

La lucha de las fuerzas del orden ―Gendarmería y Policía Nacional― es como el mito de Sísifo. Nadie se atreve a decir si es posible ganarla. Está todo demasiado entrelazado. Es difícil delimitar el ámbito mafioso. “Está integrada en la sociedad, esa es la diferencia. No es un grupo de narcos que no tienen nada que ver con el paisaje. La mafia aquí actúa sobre el poder político, sobre el poder económico y forma parte de él. Hay presiones sobre esos sectores, también el social. Es muy particular. Córcega es una isla pequeña. Todo el mundo se conoce. En la misma familia puede haber un político, un mafioso, un empresario… Es difícil saber si es solo un lazo familiar o una infiltración”, analiza Lacoste.

La lucha contra la mafia también necesita de héroes y mártires capaces de silenciar las armas con su vida. En los años más duros de Sicilia contra la Cosa Nostra fueron Peppino Impastato, Giovanni Falcone, Paolo Borsellino. Córcega está empapelada ahora con la cara de Massimu Susini, asesinado el 12 de septiembre de 2019. El hombre, que entonces tenía 36 años, se enfrentó a los clanes que comenzaban a amenazar a Cargese, su pueblo natal y un cruce de caminos entre los movimientos nacionalistas ―a los que él pertenecía― y el crimen organizado. Una mañana, pasadas las 8.00, cuando abría su chiringuito en la playa, un hombre se apostó entre unos matorrales con un rifle con mirilla telescópica y le disparó cuatro veces con proyectiles que podían haber derribado a un oso. Uno de ellos le atravesó la clavícula y la cercenó las vías respiratorias.

Jean-Toussaint Plasenzotti, retratado en Cargèse.

El asesino huyó. Como ocurre a menudo, nunca encontraron al culpable, recuerda Jean-Toussaint Plasenzotti, tío de Susini y fundador de la asociación que lleva su nombre. “Pensaban que matando a Massimo aterrorizarían al pueblo, podrían seguir con su negocio de la droga. Pero ocurrió lo contrario”, señala junto al pequeño monumento que recuerda a su sobrino, a pocos metros del lugar donde fue asesinado. Desde ese día, desde hace alrededor de cinco años, muchas cosas han cambiado.

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