«La Promesa» entra en una nueva fase donde lo festivo y lo trágico se confunden sin pedir permiso, y lo hace con la solvencia de quien ya no necesita justificar nada. Esta semana, la serie vuelve a demostrar que el costumbrismo también puede doler, aunque venga envuelto en lazos, salones y oropeles.
El título concedido a Adriano parece, en principio, motivo suficiente para el jolgorio. Pero lo que podría ser una celebración de manual se convierte en un campo minado de ansiedades. Adriano no lo vive como una victoria, sino como una exposición pública que no ha pedido. La fiesta, lejos de celebrarlo, lo encierra. Catalina, firme pero protectora, se convierte en su escudo ante un entorno que exige maneras, sonrisa y obediencia. Y mientras tanto, Lisandro, con ese temple que inquieta más que apacigua, desliza frases que retumban más que los brindis.
El regreso de Petra, sin embargo, merece capítulo aparte. No solo irrumpe, sino que reconfigura. Si había algo de estabilidad en la planta de servicio, ella se encarga de ponerlo patas arriba. Lo de «recuperar su puesto» no es una aspiración laboral, es una reconquista en toda regla. Su actitud no busca adaptarse, busca imponerse. Y mientras Rómulo intenta despedirse con elegancia de una vida entera de servicio, Petra convierte cada pasillo en una trinchera.
Pero la tensión no se queda abajo. Arriba, Lope urde un plan para infiltrarse en casa de los duques de Carril con la esperanza de arrancar respuestas que Vera no puede (o no quiere) dar. Ella, atrapada entre su historia y su lealtad, acaba cediendo. La coartada que diseñan para justificar su salida es más frágil que el protocolo que intenta sostener la fiesta. La serie deja claro que el espionaje doméstico, si se hace con delantal, también puede ser política de alto nivel.
Por si no bastara con eso, Curro sigue la pista a Lorenzo, decidido a proteger a Ángela a toda costa. La investigación se tensa, los nombres se acumulan (Jacinto Iglesias, joyero con conexiones inesperadas) y las miradas se cruzan con más sospecha que cortesía. Las amistades, aquí, no se hacen; se negocian. Lo que parecía un drama de época, por momentos, coquetea con el thriller sin perder el corsé.
Y luego está Manuel, que recibe una carta de su madre y se convierte en otro epicentro de tensión. Dice no haberla leído, pero algo en su mirada delata lo contrario. El baile de señoritas durante la fiesta no le inquieta tanto como el contenido oculto de esa carta. Aunque hay una presencia femenina que sí le sacude: una joven desconocida que no solo insiste en hablar con él, sino que llega al hangar con noticias que podrían cambiar su futuro profesional. De qué lado caerá la moneda, aún no se sabe.
«La Promesa», sin levantar la voz, vuelve a subir el volumen en RTVE. Y lo hace a su manera: jugando con el silencio, la mirada y esa capacidad suya para sembrar incertidumbre en plena coreografía palaciega. Porque en esta serie, hasta las copas de champán parecen ocultar una declaración de guerra.
RTVE emite esta semana los nuevos episodios de «La Promesa», cargados de reencuentros indeseados, planes secretos y revelaciones que alteran el equilibrio en palacio
«La Promesa» entra en una nueva fase donde lo festivo y lo trágico se confunden sin pedir permiso, y lo hace con la solvencia de quien ya no necesita justificar nada. Esta semana, la serie vuelve a demostrar que el costumbrismo también puede doler, aunque venga envuelto en lazos, salones y oropeles.
El título concedido a Adriano parece, en principio, motivo suficiente para el jolgorio. Pero lo que podría ser una celebración de manual se convierte en un campo minado de ansiedades. Adriano no lo vive como una victoria, sino como una exposición pública que no ha pedido. La fiesta, lejos de celebrarlo, lo encierra. Catalina, firme pero protectora, se convierte en su escudo ante un entorno que exige maneras, sonrisa y obediencia. Y mientras tanto, Lisandro, con ese temple que inquieta más que apacigua, desliza frases que retumban más que los brindis.
El regreso de Petra, sin embargo, merece capítulo aparte. No solo irrumpe, sino que reconfigura. Si había algo de estabilidad en la planta de servicio, ella se encarga de ponerlo patas arriba. Lo de «recuperar su puesto» no es una aspiración laboral, es una reconquista en toda regla. Su actitud no busca adaptarse, busca imponerse. Y mientras Rómulo intenta despedirse con elegancia de una vida entera de servicio, Petra convierte cada pasillo en una trinchera.
Pero la tensión no se queda abajo. Arriba, Lope urde un plan para infiltrarse en casa de los duques de Carril con la esperanza de arrancar respuestas que Vera no puede (o no quiere) dar. Ella, atrapada entre su historia y su lealtad, acaba cediendo. La coartada que diseñan para justificar su salida es más frágil que el protocolo que intenta sostener la fiesta. La serie deja claro que el espionaje doméstico, si se hace con delantal, también puede ser política de alto nivel.
Por si no bastara con eso, Curro sigue la pista a Lorenzo, decidido a proteger a Ángela a toda costa. La investigación se tensa, los nombres se acumulan (Jacinto Iglesias, joyero con conexiones inesperadas) y las miradas se cruzan con más sospecha que cortesía. Las amistades, aquí, no se hacen; se negocian. Lo que parecía un drama de época, por momentos, coquetea con el thriller sin perder el corsé.
Y luego está Manuel, que recibe una carta de su madre y se convierte en otro epicentro de tensión. Dice no haberla leído, pero algo en su mirada delata lo contrario. El baile de señoritas durante la fiesta no le inquieta tanto como el contenido oculto de esa carta. Aunque hay una presencia femenina que sí le sacude: una joven desconocida que no solo insiste en hablar con él, sino que llega al hangar con noticias que podrían cambiar su futuro profesional. De qué lado caerá la moneda, aún no se sabe.
«La Promesa», sin levantar la voz, vuelve a subir el volumen en RTVE. Y lo hace a su manera: jugando con el silencio, la mirada y esa capacidad suya para sembrar incertidumbre en plena coreografía palaciega. Porque en esta serie, hasta las copas de champán parecen ocultar una declaración de guerra.
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