Marbella fue durante años ese lugar donde se podía ver a un jeque con halcón en el hombro saludando a una condesa en chándal de terciopelo. Donde los titulares de sucesos convivían sin conflicto con los de sociedad, y donde los excesos no se escondían: se celebraban. Eso, y mucho más, es lo que aborda “Érase una vez en Marbella”, el nuevo documental de atresplayer, que se estrena hoy y que escarba con inteligencia en ocho momentos clave para entender el hechizo y la caída de una ciudad que se convirtió en símbolo, no siempre por las mejores razones.
Lo que hace especial esta producción no es solo la potencia de los hechos narrados, sino la manera en que están contados. Aquí no hay espectáculo fácil ni amarillismo de archivo. La serie, de cuatro episodios y factura cuidadísima, se permite ser directa sin necesidad de llamar la atención. Es un trabajo riguroso, articulado con criterio y ritmo, donde cada historia respira con autonomía y sentido.
El primer capítulo, titulado “Los ricos también lloran”, podría haberse llamado “Manual básico de contraste social”. Ahí está el caso del secuestro de Mélodie Nakachian, la niña de cinco años hija de un magnate libanés y una soprano surcoreana, raptada por cuatro encapuchados en plena mañana escolar. El caso conmocionó a un país y reventó las portadas durante días. El documental lo reconstruye desde adentro, con testimonios inéditos que aportan humanidad sin caer en dramatismos innecesarios. Uno sale sabiendo más, no con el estómago revuelto.
En ese mismo episodio aparece otro capítulo icónico de la crónica global: las fotos de Lady Di en topless tomadas en el hotel Byblos. La serie no se limita a mostrar el escándalo: pone en contexto, rastrea las razones por las que la princesa eligió ese destino, y recupera la voz de los fotógrafos que consiguieron la imagen y de quienes la atendieron durante su estancia. Una especie de radiografía del mito en zapatillas, que resulta tan reveladora como elegante.
El valor añadido está en quienes cuentan la historia. No hay narradores omniscientes, tertulianos ni expertos de manual, sino protagonistas reales: jueces, expolicías, periodistas, cronistas que olían el champán sin probarlo, y hasta aristócratas que pasaron del reservado al banquillo. No se idealiza a nadie ni se demoniza a otros. Se expone. Y eso, hoy, vale oro.
La serie continúa su recorrido con una selección de temas que, más que un inventario de escándalos funciona como cartografía emocional de un país que decidió mirar hacia otro lado mientras la Costa del Sol se convertía en una especie de parque temático para millonarios y fugitivos. Del Caso Malaya a los nazis refugiados, de las fiestas clandestinas de Miss Dragón a la batalla de estilos entre Alfonso de Hohenlohe y Jesús Gil, cada episodio tiene su propio tono y textura, pero todos comparten una mirada: descreída, precisa y sin sentimentalismo barato.
Sorprende, por ejemplo, el cuidado con el que se trata el legado LGTBI+ de los años 60 a través del bar Dragón Rojo, que fue refugio y escenario de libertad antes de que la palabra tuviera bandera. También sorprende el episodio dedicado al Caso Malaya, no por lo escandaloso, sino por lo meticulosamente desarmado. Se agradece que, en lugar de subrayar el morbo, se opte por desmontar la mecánica del descontrol: cómo un ayuntamiento entero se convirtió en una oficina de favores y sobres, y cómo el urbanismo de Marbella dejó de ser un modelo para convertirse en un enigma legal con vistas al mar.
En cuanto al apartado visual —aunque no se mencione en voz alta—, la serie respira una estética contenida, sobria y efectiva. Las imágenes de archivo no se usan como excusa nostálgica, sino como claves para entender el contexto. Las entrevistas están rodadas con proximidad, sin imposturas, y los materiales inéditos tienen el peso justo. Ni decoran ni distraen.
Tampoco se extiende donde no debe. Hay una economía de tiempo bien medida que evita la trampa habitual del documental español: el alargue sin sentido. Aquí todo se mueve con agilidad, con episodios que se ven con la misma fluidez con la que se escapa una tarde en la playa. Cuando acaba, queda esa mezcla rara de asombro y familiaridad, como quien encuentra una vieja foto de familia y no sabe si reír o disculparse.
“Érase una vez en Marbella” es, en definitiva, una serie que entiende la televisión como un ejercicio de memoria y estilo. Sin caer en lo académico ni disfrazarse de investigación criminal, logra mostrar cómo un lugar tan pequeño pudo reflejar tantos excesos del país en su conjunto. Si Marbella fue una metáfora, esta serie es su pie de página más lúcido.
Una producción que no necesita adornos para impresionar ni escándalos para funcionar. Basta con que cuente lo que pasó, cómo pasó y quién estuvo allí. Y en eso, brilla. Como una joya vieja que, al frotarla, todavía deslumbra.
La plataforma de Atresmedia lanza una serie documental sobre el vértigo marbellí donde el lujo y la ilegalidad bailaban de la mano
Marbella fue durante años ese lugar donde se podía ver a un jeque con halcón en el hombro saludando a una condesa en chándal de terciopelo. Donde los titulares de sucesos convivían sin conflicto con los de sociedad, y donde los excesos no se escondían: se celebraban. Eso, y mucho más, es lo que aborda “Érase una vez en Marbella”, el nuevo documental de atresplayer, que se estrena hoy y que escarba con inteligencia en ocho momentos clave para entender el hechizo y la caída de una ciudad que se convirtió en símbolo, no siempre por las mejores razones.
Lo que hace especial esta producción no es solo la potencia de los hechos narrados, sino la manera en que están contados. Aquí no hay espectáculo fácil ni amarillismo de archivo. La serie, de cuatro episodios y factura cuidadísima, se permite ser directa sin necesidad de llamar la atención. Es un trabajo riguroso, articulado con criterio y ritmo, donde cada historia respira con autonomía y sentido.
El primer capítulo, titulado “Los ricos también lloran”, podría haberse llamado “Manual básico de contraste social”. Ahí está el caso del secuestro de Mélodie Nakachian, la niña de cinco años hija de un magnate libanés y una soprano surcoreana, raptada por cuatro encapuchados en plena mañana escolar. El caso conmocionó a un país y reventó las portadas durante días. El documental lo reconstruye desde adentro, con testimonios inéditos que aportan humanidad sin caer en dramatismos innecesarios. Uno sale sabiendo más, no con el estómago revuelto.
En ese mismo episodio aparece otro capítulo icónico de la crónica global: las fotos de Lady Di en topless tomadas en el hotel Byblos. La serie no se limita a mostrar el escándalo: pone en contexto, rastrea las razones por las que la princesa eligió ese destino, y recupera la voz de los fotógrafos que consiguieron la imagen y de quienes la atendieron durante su estancia. Una especie de radiografía del mito en zapatillas, que resulta tan reveladora como elegante.
El valor añadido está en quienes cuentan la historia. No hay narradores omniscientes, tertulianos ni expertos de manual, sino protagonistas reales: jueces, expolicías, periodistas, cronistas que olían el champán sin probarlo, y hasta aristócratas que pasaron del reservado al banquillo. No se idealiza a nadie ni se demoniza a otros. Se expone. Y eso, hoy, vale oro.
La serie continúa su recorrido con una selección de temas que, más que un inventario de escándalos funciona como cartografía emocional de un país que decidió mirar hacia otro lado mientras la Costa del Sol se convertía en una especie de parque temático para millonarios y fugitivos. Del Caso Malaya a los nazis refugiados, de las fiestas clandestinas de Miss Dragón a la batalla de estilos entre Alfonso de Hohenlohe y Jesús Gil, cada episodio tiene su propio tono y textura, pero todos comparten una mirada: descreída, precisa y sin sentimentalismo barato.
Sorprende, por ejemplo, el cuidado con el que se trata el legado LGTBI+ de los años 60 a través del bar Dragón Rojo, que fue refugio y escenario de libertad antes de que la palabra tuviera bandera. También sorprende el episodio dedicado al Caso Malaya, no por lo escandaloso, sino por lo meticulosamente desarmado. Se agradece que, en lugar de subrayar el morbo, se opte por desmontar la mecánica del descontrol: cómo un ayuntamiento entero se convirtió en una oficina de favores y sobres, y cómo el urbanismo de Marbella dejó de ser un modelo para convertirse en un enigma legal con vistas al mar.
En cuanto al apartado visual —aunque no se mencione en voz alta—, la serie respira una estética contenida, sobria y efectiva. Las imágenes de archivo no se usan como excusa nostálgica, sino como claves para entender el contexto. Las entrevistas están rodadas con proximidad, sin imposturas, y los materiales inéditos tienen el peso justo. Ni decoran ni distraen.
Tampoco se extiende donde no debe. Hay una economía de tiempo bien medida que evita la trampa habitual del documental español: el alargue sin sentido. Aquí todo se mueve con agilidad, con episodios que se ven con la misma fluidez con la que se escapa una tarde en la playa. Cuando acaba, queda esa mezcla rara de asombro y familiaridad, como quien encuentra una vieja foto de familia y no sabe si reír o disculparse.
“Érase una vez en Marbella” es, en definitiva, una serie que entiende la televisión como un ejercicio de memoria y estilo. Sin caer en lo académico ni disfrazarse de investigación criminal, logra mostrar cómo un lugar tan pequeño pudo reflejar tantos excesos del país en su conjunto. Si Marbella fue una metáfora, esta serie es su pie de página más lúcido.
Una producción que no necesita adornos para impresionar ni escándalos para funcionar. Basta con que cuente lo que pasó, cómo pasó y quién estuvo allí. Y en eso, brilla. Como una joya vieja que, al frotarla, todavía deslumbra.
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