Si han visto ‘Carros de fuego’, la extraordinaria película que cuenta la aventura de los británicos Harold Abrahams y Eric Liddell antes y durante los Juegos Olímpicos de París en 1924, tal vez recuerden que uno de los velocistas norteamericanos más temidos por ellos y finalmente derrotado (aunque con matices) es un rubito llamado Charles Paddock. Lo interpreta Dennis Christopher y se le representa con un punto de arrogancia que seguramente poco tenía que ver con la realidad pero que encajaba con la necesidad dramática de la película. Si han visto ‘Carros de fuego’, la extraordinaria película que cuenta la aventura de los británicos Harold Abrahams y Eric Liddell antes y durante los Juegos Olímpicos de París en 1924, tal vez recuerden que uno de los velocistas norteamericanos más temidos por ellos y finalmente derrotado (aunque con matices) es un rubito llamado Charles Paddock. Lo interpreta Dennis Christopher y se le representa con un punto de arrogancia que seguramente poco tenía que ver con la realidad pero que encajaba con la necesidad dramática de la película.
Si han visto ‘Carros de fuego‘, la extraordinaria película que cuenta la aventura de los británicos Harold Abrahams y Eric Liddell antes y durante los Juegos Olímpicos de París en 1924, tal vez recuerden que uno de los velocistas norteamericanos más temidos por ellos y finalmente derrotado (aunque con matices) es un rubito llamado Charles Paddock. Lo interpreta Dennis Christopher y se le representa con un punto de arrogancia que seguramente poco tenía que ver con la realidad pero que encajaba con la necesidad dramática de la película.
Paddock es uno de esos casos tantas veces repetidos a lo largo de la historia. Fue un niño enfermizo y sus padres decidieron mudarse a Pasadena en California con la idea de que su salud mejorase. Y sucedió porque el pequeño Charles creció fuerte y saludable. Desde muy joven sus principales entretenimientos eran leer y correr. Era complicado verle hacer otra cosa. Su vida dio un pequeño giro en 1918 porque con apenas dieciocho años de edad pisó por primera vez Europa, el escenario de sus grandes aventuras deportivas, pero para tomar parte en la Primera Guerra Mundial como oficial de artillería. Una experiencia que le marcó pero de la que tuvo suerte de regresar sin secuelas físicas ni psicológicas como le sucedió a muchos de sus compañeros de armas. A su regreso a casa comenzó sus estudios universitarios en la Universidad de Southern California, donde no tardó en anotarse en su equipo de atletismoy brilló en la primera edición de los llamados Juegos Interaliados de 1919 en los que compitieron soldados que habían combatido juntos en la guerra.
Charles Paddock no tardó en convertirse en una pequeña leyenda en California gracias a sus condiciones para la velocidad. Tenía un poderoso tren inferior y una técnica bien trabajada que no tardó en llevarle a lo más alto. Fue el primer atleta al que le cayó la etiqueta del “hombre más rápido del mundo” no sin razón. Sucedió a raíz de los Juegos Olímpicos de Amberes en los que por primera vez se iba a medir a los mejores velocistas del resto del mundo y con quienes jamás se había cruzado en su vida. La travesía desde Estados Unidos fue toda una experiencia porque los deportistas se embarcaron en el USS Princess Matoika, que era el buque que se utilizó durante la Primera Guerra Mundial para repatriar a los caídos. Subirse a él fue interpretado por muchos atletas como un signo de mal augurio. Pero en Bélgica Paddock disparó su prestigio. Consiguió confirmar que efectivamente era el hombre más rápido del mundo al ganar la final de los 100 metros por delante de su compatriota Morris Kirksey y de inglés Harry Edward. La fiesta estuvo a punto de ser completa para Paddock porque en los 200 metros se quedó con la medalla de plata pese a marcar el mismo tiempo que el vencedor, el americano Allen Woodring. De Amberes salió con una tercera medalla de oro al conquistar el equipo estadounidense la victoria en la prueba de relevos 4×100. Estuvo a un dedo de ser el primero de los velocistas que regresaban de unos Juegos con esos tres oros, algo que luego solo lograrían Jesse Owens, Carl Lewis y Usain Bolt.
Pero los logros de Paddock, que cada vez sentía una mayor inclinación por el mundo del periodismo, no se quedaron ahí. Un año después de su triunfal regreso de Amberes rebajó el récord del mundo de los cien metros hasta los 10.4 (cronometraje manual como correspondía a la época), una marca que le duró durante nueve años. No era extraño que los ingleses le viesen como su gran enemigo cuando en 1924, en París, el mundo se reunió de nuevo para disfrutar de una edición de los Juegos Olímpicos. Es verdad que su vida se había agitado de forma evidente después de asumir el cargo de gerente de un grupo de periódicos que formaban el Pasadena Star-News, el Pasadena Post y el Long Beach Press Telegram, propiedad de Charles Prisk y cuya hija, Neva, acabó convirtiéndose en la esposa de Paddock. Nunca se alejó del atletismo, lo que sucede es que en ese ciclo olímpico apenas había evolucionado en comparación con quienes serían sus principales rivales en París. Es ahí donde se sitúa la acción de ‘Carros de fuego’ en la que Paddock sonríe siempre descarado y luce en ocasiones unas aparentes gafas de sol que contrastan con la sobriedad y rectitud estética y moral de los velocistas británicos, los protagonistas de la película. Paddock sufrió un serio revés en la final de los 100 metros, la carrera que ganó el británico Harold Abrahams. Finalizó quinto, a una décima del podio. Pero el golpe fue duro para él, que perdía la corona de campeón olímpico. Disfrutó de un pequeño consuelo porque en la final de doscientos metros finalizó con la medalla de plata, solo superado por su compañero Jackson Scholz. Liddell y Abrahams acabaron tras ellos, pero es un asunto por el que ‘Carros de fuego’ pasa de largo. Cosas del cine y del relato de los hechos.
Para Paddock aquella fue su despedida del atletismo de primer nivel. Tenía solo veinticuatro años pero se le acumulaban las responsabilidades. Al trabajo como gerente del grupo periodístico de su suegro se le añadía que desde hacía poco tiempo formaba parte del equipo personal del general William Upshur a cuyas órdenes había combatido en la Primera Guerra Mundial. Pero Paddock, un entusiasta incorregible, se aventuraba en otras experiencias sin ninguna clase de problema. Llegó a aparecer en alguna película de cine y a comienzos de los años treinta escribió su autobiografía que, como no podía ser de otro modo, tituló ‘El hombre más rápido’, aunque en el momento de la publicación hacía un año que había perdido el récord del mundo de los cien metros.
Durante la Segunda Guerra Mundial, en la que se intensificó su trabajo junto al general Upshur, Paddock se ganó el rango de capitán. En 1943 Upshur tenía bajo su mando territorios tan dispares como Alaska o las islas hawaianas y los viajes eran constantes. En un viaje con destino a Alaska, un 21 de julio como hoy, el avión en el que viajaba se estrelló cerca de una localidad llamada Sitka. Charles Paddock y otras cuatro personas fallecieron también en ese mismo accidente y fueron enterrados en el cementerio de Sitka. Los periódicos norteamericanos más importantes de aquellos días destacaron la muerte de Upshur y solo en mitad del texto incluían una pequeña nota en la que recordaban que entre los fallecidos estaba quien algún día había sido «el hombre más rápido del mundo». En California, la tierra que acogió a aquel niño enfermizo, le dedicó emotivos homenajes en los que se puso de manifiesto el compromiso en todas aquellas aventuras que emprendió en la vida: la personal, la atlética, la periodística o la militar. Su cuerpo se quedó para siempre en Alaska y años después su nombre fue incluido en el Salón de la Fama del atletismo en Estados Unidos. Como corresponde con alguien como él.
Diario de Mallorca – Deportes