Carmen Aparicio cumple 80 años en diciembre y cuida de su marido Manolo, de 82, al que hace dos le diagnosticaron párkinson, un trastorno neurodegenerativo que afecta severamente a la movilidad y al equilibrio. Acaban de celebrar 50 años de casados, no tienen hijos, tampoco familiares cerca. Viven en una casa de campo en Hellín, un pueblo a unos 60 kilómetros de Albacete. “La otra noche se cayó a las dos de la mañana mientras iba al servicio. Me destrocé la cintura para levantarlo. Él quiere hacer cosas, pero no se da cuenta de que tiene limitaciones”, explica Carmen. “Te corta tu vida: tú estás viviendo su enfermedad casi como él, pero tratando de tener la suficiente capacidad para atenderle sabiendo que no tienes la fuerza y la energía de antes”, añade.
En la edad en la que se necesita cada vez más apoyo, cinco personas cuentan cómo es la vida dedicada a sostener a la pareja o a los hijos dependientes
Carmen Aparicio cumple 80 años en diciembre y cuida de su marido Manolo, de 82, al que hace dos le diagnosticaron párkinson, un trastorno neurodegenerativo que afecta severamente a la movilidad y al equilibrio. Acaban de celebrar 50 años de casados, no tienen hijos, tampoco familiares cerca. Viven en una casa de campo en Hellín, un pueblo a unos 60 kilómetros de Albacete. “La otra noche se cayó a las dos de la mañana mientras iba al servicio. Me destrocé la cintura para levantarlo. Él quiere hacer cosas, pero no se da cuenta de que tiene limitaciones”, explica Carmen. “Te corta tu vida: tú estás viviendo su enfermedad casi como él, pero tratando de tener la suficiente capacidad para atenderle sabiendo que no tienes la fuerza y la energía de antes”, añade.

Carmen es una de las numerosas cuidadoras no profesionales que hay en España (en 2024, según el último informe del Observatorio de Dependencia, había reconocidas 664.906 y de esa cifra un 7,2% tiene 80 o más años) que viven pendientes de un familiar con algún tipo de dependencia. Los cinco testimonios de cuidadores octogenarios (tres mujeres y dos hombres) recabados por este periódico ayudan a visibilizar un trabajo que, como dicen, es “24 horas los 7 días de la semana” y para el que “nadie te prepara”. Enseñan, también, a entender cómo se las apañan en el día a día, qué ayudas tienen y qué echan en falta. Las dificultades aumentan con la edad. Algunos acuden a grupos de ayuda mutua de Cruz Roja para desahogarse y socializar. Reciben también pautas para enfrentarse a las enfermedades de sus parejas.
Carmen detalla la otra cara del párkinson que sufre su marido. “Hay momentos que te puedes quedar catatónico y no sabes dónde estás. Son segundos, pero lo suficientes como para que no le pueda dejar solo nunca”. Eso implica una serie de renuncias, desde un simple café con las amigas a ir a comprar libros ―la pasión de ambos―o regar y cuidar de la huerta y los olivos. Carmen se desvive por Manolo y parece inagotable. Hizo obras en el cuarto de baño, quitó todas las alfombras para eliminar barreras en casa, se encarga de darle la medicación y de adaptar los horarios de las comidas a la toma de pastillas. Cuando él pierde el apetito, le insiste en la importancia de comer. “Sufro al ver cómo está sufriendo él… Era muy activo, leía mucho. Tu vida cambia, todo se reduce, tanto para el enfermo como para el cuidador. Son 24 horas al día y ya no tengo 20 años…”.
Las prestaciones económicas por cuidados familiares, que contempla el catálogo de dependencia, tienen un importe medio mensual de 264,11 euros (las perciben actualmente 636.030 personas). Por grados, estas cuantías son, de promedio: 168,8 euros al mes para los de grado I; 277,2 para los de grado II y 384,6 para los de grado III, con importantes diferencias entre territorios. “Una cuantía insuficiente para que los familiares asuman el cuidado en casa de personas que precisan ayuda continuada”, según destaca la Asociación Estatal de Directoras y Gerentes de Servicios Sociales, que alerta de que el 42% de los españoles vive en autonomías con servicios sociales debilitados.
Carmen recibe 149,18 euros mensuales por ese concepto. Cuenta también con el servicio de la teleasistencia. Viven de la pensión de su marido ―que era informático― y de los ahorros. Calcula que, entre la medicación, las cuotas de la asociación para enfermos de párkinson a la que acude dos mañanas a la semana (tiene rehabilitación, fisioterapia, logopeda, terapia ocupacional), los taxis para desplazarse ―Manolo ya no puede conducir― gasta unos 11.000 euros al año. Paga a una empleada que acude a su casa seis horas a la semana para limpiar o ir a hacer la compra. Esas seis horas son las que aprovecha Carmen para ir a clase de mosaico. Es su único, y necesario, momento de desconexión. “Si no te aireas, terminas mal. Yo he tenido que pedir ayuda psicológica. Todos nos preocupamos por la enfermedad, pero nadie por el cuidador. Y es duro porque, además, es algo para lo que no estás preparada, al principio ni lo entiendes porque nadie te lo ha explicado. Te preguntas qué le está pasando a tu marido, piensas que lo mismo está ñoño por algo y te hace cosas porque sí”, confiesa.

A Manuel Gismero, que cumplirá 85 años en noviembre, le explicaron lo que le estaba pasando a su mujer, Teresa, de 83,con la que lleva más de 50 años casado, las psicólogas voluntarias de Cruz Roja que acuden a hacer talleres a la residencia San Joaquín y Santa Ana en Carrascosa del Campo. María, una de ellas, lo explica así: “Nos pidió ayuda porque se sentía triste, solo, no sabía cómo afrontar la situación ni entendía cómo el deterioro cognitivo de su mujer estaba yendo a más, no sabía manejar el hecho de verla apagarse. Necesitaba hablar con alguien porque decía que era una carga que no podía asumir. Le explicamos cómo gestionar la frustración, la rabia y la tristeza, cómo enfrentar cada situación que iba a presentarse durante las distintas fases de la enfermedad”. Teresa está en silla de ruedas, entiende lo que se le dice, pero apenas habla.
Hasta hace cuatro o cinco años era totalmente independiente, participaba en las actividades. El deterioro cognitivo que sufre avanza de manera rápida y empezó a necesitar ayuda para todo. Manolo fue camionero, se jubiló con 65 años. Su mujer era la que se encargaba de todo: “Era muy activa, juntábamos hasta 20 personas en casa a comer y lo ventilaba todo sola. De repente yo, acostumbrado a que me lo daba todo hecho, tuve que enfrentarme al cambio. Me apañaba como podía, para sacarla con la silla de ruedas, hacer la compra. De cocinar se encargaba mi hijo pequeño. Lo más complicado era levantarla y desplazarla, yo ya no tenía tanta fuerza”, relata.
Manolo se encargó de los cuidados durante un par de años, hasta que el deterioro de su mujer se aceleró tanto ―tiene un grado III de dependencia― que se hizo necesario el ingreso en una residencia. Teresa lleva tres años en ella, Manolo uno. Solicitó entrar porque a su vez se estaba convirtiendo en una persona dependiente. Una noche en casa se cayó y vio que no podía levantarse solo.
El perfil del cuidador familiar revela que la gran mayoría, el 47,5%, tiene entre 50 y 66 años; un 17,6% tiene entre 67 y 79. Manolo forma parte de la minoría (27,4%) de cuidadores hombres; las mujeres son el 72,6%.

Amos Núñez, empresario de Albacete del sector de la cuchillería, es de la generación de Manolo y tiene 82 años, igual que su mujer Josefina, con la que lleva casado desde 1969. Hace 14 años le diagnosticaron alzhéimer, un trastorno cerebral que destruye lentamente la memoria y la capacidad de pensar y, con el tiempo, la habilidad de llevar a cabo hasta las tareas más sencillas. El diagnóstico de la enfermedad de su mujer coincidió con su jubilación. “Ahora el amo de casa soy yo. Tuve que cambiar el chip porque yo estaba acostumbrado a que me quitara los zapatos y me trajera un vaso de agua. La comida y la cena, siempre preparadas. Cambiamos los roles, ella se lo merece. Aunque también he pedido ayuda cuando empezó a empeorar: hace dos años que ha perdido movilidad, está en silla de ruedas y prácticamente no habla. Yo no tengo la misma energía que con 60, me operaron el año pasado de la espalda, ahora me toca otra de rodilla y estoy un poco limitado físicamente, las piernas a veces no me responden”, cuenta.
Además de la empleada que tienen por las mañanas, desde hace un tiempo otra les echa un cable unas horas por la tarde con la limpieza y las comidas. Por las noches se apaña solo. También recibe unos 300 euros mensuales de ayuda por cuidado familiar. Un día a la semana acude a los grupos de ayuda mutua de cuidadores no profesionales de Cruz Roja. Se encontró con que, en un grupo de 11, era el único hombre. “Me han ayudado a tener otra perspectiva de lo que es una enferma y un cuidador, a aceptar la enfermedad para poder gestionarla”.

El grupo de apoyo de María Avelina Aparicio es su amiga Encarni. La llama cuando ya no tiene fuerzas y quiere tirar la toalla. “A veces no puedo más, el desgaste físico, emocional y psicológico es tremendo”, confiesa. Mari, como la llama Encarni, tiene 82 años, vive en Bilbao, y cuida de su hija Andrea, de 42, que nació con parálisis cerebral ―según explica porque “tardaron mucho” en hacerle la cesárea―. “No lo asimilo todavía”, cuenta sentada en el sofá de su casa. “Hasta que Andrea tuvo 25, yo me encargaba de todo, la vestía, le daba el desayuno, le ponía el pañal antes de acostarla, la bajaba a la furgoneta para llevarla al centro de día [Aspace, donde acude de lunes a viernes]. Hasta que ya no pude sola: tengo un marcapasos y los tendones de los brazos fastidiados, no puedo hacer fuerza. Mi marido era el que la bajaba a pasear, pero falleció y yo no puedo bajarla sola en silla de ruedas”. Debido a la extrema rigidez de su hija, se necesita una grúa eléctrica para meterla en la cama y sacarla. De lunes a viernes se encarga de ello una empleada de ayuda a domicilio del Ayuntamiento que acude dos horas por la mañana [el servicio cubre 40 horas al mes].
Para hacer lo mismo por las tardes y los fines de semana, María Avelina paga una persona particular. Y otra para echarle una mano con la limpieza. “Hay veces, como hoy [un día de finales de junio] que me encuentro bien y aprovecho para ir al super, lavar las mantas, tenderlas, hacer cosas en casa. No sé cómo explicarlo: necesito sentirme activa. Pero la semana pasada me tiré tres días en la cama. Estoy muy castigada físicamente. No quiero meter a una interna en casa porque quiero seguir sintiéndome activa”. Tampoco quiere, como le aconsejan sus otros dos hijos, llevar a Andrea a una residencia. Se la ofrecieron el año pasado y lo rechazó. Quiere poder estar con su hija y contar “con unos cuidados dignos”. Para poder irse de vacaciones en agosto con sus hermanas ―“es necesario desconectar unos días”, dice― depende de que acepten a su hija en unas colonias.
En Coruña, Carmen Rodríguez cuida de su marido que tiene 88 años y lleva cuatro sin salir de la cama, sufre una cardiopatía isquémica y padece falta de movilidad. Le cocina, le lava a diario con esponjas y cuida de la casa. Uno de sus hijos, además, tuvo un accidente de coche hace seis años y se quedó parapléjico. Ella se desdobla para ir cuatro días a la semana a visitarlo a la residencia en la que pidió ingresar. No tiene ninguna ayuda en casa. Se define como una mujer “atemporal” porque no le gusta decir su edad (tiene 81) y pese al drama que vive en casa, sus ojos tienen mucha luz y transmiten serenidad. Ella dice que es gracias al yoga, la meditación y su forma de ser. “Lo que la gente desconoce sobre los cuidadores familiares es que para cuidar lo primero es estar bien. Lo segundo es intentar crear un ambiente relajado en torno a la persona, es importante que te vea serena, tranquila y no transmitir que estás nerviosa o apurada. No es fácil, pero se puede”.
Ella cuidó de su madre, también de dos tíos y de su tía abuela. Aprovecha las noches, cuando su marido duerme, para leer. Y se levanta por las mañanas temprano para meditar. Celebra haber podido escaparse un rato a la playa la noche de San Juan. “Hacía años que no veía una puesta de sol”. Asegura que los grupos de ayuda mutua de Cruz Roja la ayudaron muchísimo. “Me sentí acogida y protegida”. Los descubrió una noche que se acercó a la sede coruñesa a pedir ayuda, la situación la estaba superando. Confiesa que hay días que se levanta con un nudo en el estómago pensado que su vida es un desastre e intenta darse fuerza a sí misma. “Me repito que puedo, es mi mantra. Es durísimo, pero yo no quiero victimizarme ni creer que soy la única que cuida”.
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