Manolo Zarzo en televisión: El arte de estar sin hacer ruido:

En el mundo de la televisión, algunos actores iluminan desde la discreción. No necesitan los focos porque son, en sí mismos, un reflejo. Manolo Zarzo fue uno de esos intérpretes que sabían ocupar su sitio sin armar alboroto, y por eso mismo, se quedó para siempre en la memoria de quienes disfrutaron con él delante de la pantalla. No buscaba ser protagonista: prefería ser necesario. Y lo fue, durante más de cuatro décadas.

Zarzo tenía algo que hoy escasea: una capacidad para estar, escuchar, sostener la escena con gesto sincero. No era “el galán”, ni “el malote”, ni “el héroe torturado”. Era el hermano que acompaña, el amigo que entiende, el director que guía con calma. Ese tipo de figuras que no destacan en una trama, pero que cuando faltan, la historia se tambalea.

Su relación con la televisión arrancó con fuerza en los años ochenta, en una época donde la ficción nacional comenzaba a consolidar un lenguaje propio. En “Fortunata y Jacinta” (1980) interpretó a Segismundo Ballester, y desde entonces quedó claro que Zarzo no necesitaba minutos en exceso para destacar. Bastaba su forma de mirar, o cómo se quedaba en silencio en una escena, para captar la atención sin robarla.

Pero si hay un papel que selló para siempre su vínculo con el corazón del espectador, ese fue Bernardo Álvarez en “Juncal” (1989). La miniserie de TVE, centrada en el ocaso del torero José Álvarez “Juncal”, encontró en el personaje de Zarzo la estabilidad emocional que el protagonista, más vanidoso y caótico, no podía ofrecer. Bernardo no juzgaba, no exigía, no brillaba: sostenía, con una serenidad que solo alguien como Zarzo podía transmitir.

A diferencia de otras figuras de la época, Zarzo no intentó expandir su personaje más allá de lo que pedía el guion. Su gesto pausado, su dicción clara y su forma tan humana de estar hicieron que Bernardo fuera, probablemente, el personaje más entrañable de la serie. Sin él, “Juncal” no habría tenido el mismo calor.

Y aunque “Juncal” sea su obra cumbre en cuanto a cariño televisivo, la carrera de Zarzo no se detuvo ahí. Ni mucho menos. En los noventa se convirtió en un rostro habitual de las series más vistas de la época. En “El Súper” (1996–1999) interpretó a Eugenio Casares durante más de 700 episodios. Un récord. En tiempos de rotación de reparto y argumentos veloces, Zarzo demostraba que un personaje puede evolucionar sin perder esencia.

Lo mismo sucedió en “Compañeros”, donde dio vida a Tomás Alberti, el primer director del colegio Azcona. Ahí no fue el típico adulto autoritario, sino una figura de autoridad amable, una mezcla muy suya entre seriedad y compasión, sin caer en la condescendencia. Ese equilibrio, tan difícil en pantalla, a él le salía solo.

Entrado el nuevo milenio, Zarzo siguió activo en ficciones diarias como “La verdad de Laura”, donde interpretó a Tino, un personaje lleno de ternura y sabiduría sencilla. Incluso en series de tono más desenfadado como “Aquí no hay quien viva”, Zarzo logró dejar huella con una sola aparición como portero suplente. ¿Cómo lo hacía? Fácil: era de esos actores que no necesitaban grandes gestos para ser memorables.

También fue uno de los rostros recurrentes de series episódicas tan populares como “Hospital Central”, “El comisario” o “Los Serrano”, y supo sumarse con naturalidad a las nuevas narrativas de series diarias como “Amar es para siempre” o “Servir y proteger”. Siempre desde el respeto por el oficio, y sobre todo, por el espectador.

Manolo Zarzo fue, en esencia, un actor que sabía leer el tiempo del personaje. No forzaba. Si el momento era breve, lo aprovechaba; si era largo, lo administraba con oficio. Nunca subrayaba lo que ya estaba claro. Eso lo hacía diferente. Eso lo hacía bueno.

En cada uno de sus trabajos, transmitió una idea muy poderosa: estar sin invadir también es actuar. Y si se hizo querer tanto no fue por un personaje concreto, sino por su manera de entregarse a cada escena como si fuera la primera vez. Fue de esos actores que no se imponen, sino que se integran, como si llevaran toda la vida ahí.

Ahora que nos ha dejado, queda la sensación de que no todos los actores pueden decir que han sido queridos por el público sin necesidad de protagonizar portadas. Zarzo lo logró. A base de verdad, a base de respeto, y a base de una cosa que se dice poco pero vale mucho en televisión: confianza.

Porque al final, eso era Manolo Zarzo: un actor en el que podías confiar. Como espectador, como compañero de reparto, como director. Alguien que hacía del oficio una forma de estar en el mundo, y que dejó, sin aspavientos, un legado silencioso pero imborrable. Un hermano de todos. Y eso no se entrena: eso se es.

 Una vida en televisión que nunca buscó brillar en primer plano, pero que iluminó con verdad cada escena que tocó  

En el mundo de la televisión, algunos actores iluminan desde la discreción. No necesitan los focos porque son, en sí mismos, un reflejo. Manolo Zarzo fue uno de esos intérpretes que sabían ocupar su sitio sin armar alboroto, y por eso mismo, se quedó para siempre en la memoria de quienes disfrutaron con él delante de la pantalla. No buscaba ser protagonista: prefería ser necesario. Y lo fue, durante más de cuatro décadas.

Zarzo tenía algo que hoy escasea: una capacidad para estar, escuchar, sostener la escena con gesto sincero. No era “el galán”, ni “el malote”, ni “el héroe torturado”. Era el hermano que acompaña, el amigo que entiende, el director que guía con calma. Ese tipo de figuras que no destacan en una trama, pero que cuando faltan, la historia se tambalea.

Su relación con la televisión arrancó con fuerza en los años ochenta, en una época donde la ficción nacional comenzaba a consolidar un lenguaje propio. En “Fortunata y Jacinta” (1980) interpretó a Segismundo Ballester, y desde entonces quedó claro que Zarzo no necesitaba minutos en exceso para destacar. Bastaba su forma de mirar, o cómo se quedaba en silencio en una escena, para captar la atención sin robarla.

Pero si hay un papel que selló para siempre su vínculo con el corazón del espectador, ese fue Bernardo Álvarez en “Juncal” (1989). La miniserie de TVE, centrada en el ocaso del torero José Álvarez “Juncal”, encontró en el personaje de Zarzo la estabilidad emocional que el protagonista, más vanidoso y caótico, no podía ofrecer. Bernardo no juzgaba, no exigía, no brillaba: sostenía, con una serenidad que solo alguien como Zarzo podía transmitir.

A diferencia de otras figuras de la época, Zarzo no intentó expandir su personaje más allá de lo que pedía el guion. Su gesto pausado, su dicción clara y su forma tan humana de estar hicieron que Bernardo fuera, probablemente, el personaje más entrañable de la serie. Sin él, “Juncal” no habría tenido el mismo calor.

Y aunque “Juncal” sea su obra cumbre en cuanto a cariño televisivo, la carrera de Zarzo no se detuvo ahí. Ni mucho menos. En los noventa se convirtió en un rostro habitual de las series más vistas de la época. En “El Súper” (1996–1999) interpretó a Eugenio Casares durante más de 700 episodios. Un récord. En tiempos de rotación de reparto y argumentos veloces, Zarzo demostraba que un personaje puede evolucionar sin perder esencia.

Lo mismo sucedió en “Compañeros”, donde dio vida a Tomás Alberti, el primer director del colegio Azcona. Ahí no fue el típico adulto autoritario, sino una figura de autoridad amable, una mezcla muy suya entre seriedad y compasión, sin caer en la condescendencia. Ese equilibrio, tan difícil en pantalla, a él le salía solo.

Entrado el nuevo milenio, Zarzo siguió activo en ficciones diarias como “La verdad de Laura”, donde interpretó a Tino, un personaje lleno de ternura y sabiduría sencilla. Incluso en series de tono más desenfadado como “Aquí no hay quien viva”, Zarzo logró dejar huella con una sola aparición como portero suplente. ¿Cómo lo hacía? Fácil: era de esos actores que no necesitaban grandes gestos para ser memorables.

También fue uno de los rostros recurrentes de series episódicas tan populares como “Hospital Central”, “El comisario” o “Los Serrano”, y supo sumarse con naturalidad a las nuevas narrativas de series diarias como “Amar es para siempre” o “Servir y proteger”. Siempre desde el respeto por el oficio, y sobre todo, por el espectador.

Manolo Zarzo fue, en esencia, un actor que sabía leer el tiempo del personaje. No forzaba. Si el momento era breve, lo aprovechaba; si era largo, lo administraba con oficio. Nunca subrayaba lo que ya estaba claro. Eso lo hacía diferente. Eso lo hacía bueno.

En cada uno de sus trabajos, transmitió una idea muy poderosa: estar sin invadir también es actuar. Y si se hizo querer tanto no fue por un personaje concreto, sino por su manera de entregarse a cada escena como si fuera la primera vez. Fue de esos actores que no se imponen, sino que se integran, como si llevaran toda la vida ahí.

Ahora que nos ha dejado, queda la sensación de que no todos los actores pueden decir que han sido queridos por el público sin necesidad de protagonizar portadas. Zarzo lo logró. A base de verdad, a base de respeto, y a base de una cosa que se dice poco pero vale mucho en televisión: confianza.

Porque al final, eso era Manolo Zarzo: un actor en el que podías confiar. Como espectador, como compañero de reparto, como director. Alguien que hacía del oficio una forma de estar en el mundo, y que dejó, sin aspavientos, un legado silencioso pero imborrable. Un hermano de todos. Y eso no se entrena: eso se es.

 Programación TV en La Razón

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