¿Significa la muerte por suicidio una despedida?

El ser querido solo desaparece como materia, pero deja una huella indelebe en las vidas de quienes los sobreviven y, por lo tanto, la muerte de nuestros seres queridos supone una recolocación simbólica de estos en nuestras vidas. Leer El ser querido solo desaparece como materia, pero deja una huella indelebe en las vidas de quienes los sobreviven y, por lo tanto, la muerte de nuestros seres queridos supone una recolocación simbólica de estos en nuestras vidas. Leer  

Los seres humanos somos tan materiales como simbólicos. La muerte no es solo un proceso biológico. La experiencia del duelo ha sido conceptualizada culturalmente como la metáfora de una despedida de nuestros seres queridos. Quizá sea el momento para replantear nuestra vivencia sobre la muerte y los procesos de adaptación del entorno familiar y social cercano.

El duelo es un proceso natural de adaptación a una pérdida emocional significativa que afecta a todos los niveles de una persona: conductual, emocional, cognitivo, relacional y espiritual. La muerte rompe las rutinas y apegos que dan seguridad, enfrenta a nuevos retos y nos hace conectar con las más profunda de nuestras soledades, nos devuelve al momento del parto metafóricamente por el corte del cordón umbilical como primer duelo.

«La muerte rompe las rutinas y apegos que dan seguridad, enfrenta a nuevos retos y nos hace conectar con las más profunda de nuestras soledades»

Afrontarla adecuadamente implica un proceso activo que supone un cambio en el vínculo con la persona fallecida. Este pasa de ser un vínculo material a uno simbólico. El ser querido solo desaparece como materia, pero deja una huella indelebe en las vidas de quienes los sobreviven y, por lo tanto, la muerte de nuestros seres queridos no supone realmente una despedida, sino una recolocación simbólica de estos en nuestras vidas.

En consecuencia, el duelo es un proceso doloroso, pero no podemos considerarlo como un proceso patológico per se. Supone un proceso de readaptación y reconstrucción que también puede llevarnos a experimentar una mayor apreciación de la vida, desarrollo personal, fortalecimiento de las relaciones y cambios en las prioridades y valores (crecimiento postraumático). Las profundas emociones que se relacionan con el fenómeno de la pérdida son el camino de la aceptación. Su componente aversivo, en un mundo acostumbrado a la búsqueda del placer y del hedonismo, nos hacen percibirlo como algo negativo y no como un hecho consustancial a la vida que acabaremos enfrentando.

Un niño pequeño entiende que cuando un objeto desaparece de su vista, deja de existir. Sin embargo, cuando madura, se establece lo que Piaget denominó «permanencia del objeto». Esta habilidad contempla el aprendizaje de la existencia propia de nuestros cuidadores independientemente de nuestra capacidad de captarlos a través de nuestros sentidos. Así podemos establecer diferentes tipos de apego con las personas que nos cuidan y a las que queremos. Ahí podría estar la causa de la resistencia que mostramos a entender que la muerte es el fin de nuestro cuerpo en su entidad material, pero también el camino de entender que la muerte no es el fin de nada sino una nueva forma de relación vincular que les permiten simbólicamente permanecer en nosotros. La muerte de un ser querido se asemeja a la sensación de alguien que ha perdido un miembro de su cuerpo y que sigue sintiendo que sigue allí a pesar de lo real de la pérdida (miembro fantasma).

La razón por la que el duelo por suicidio puede llegar a cronificarse es multicausal. La muerte de una persona por suicidio tiene una diferencia crítica respecto a otras causas de muerte y es que el agente que lo provoca es ella misma. Aparentemente es fruto de una decisión más o menos deliberada, que no está exenta de presiones de todo tipo. El suicidio no es un fenómeno meramente individual, sino social. La vida debe merecer ser vivida.

«El suicidio no es un fenómeno meramente individual, sino social»

Al concebirse esta forma de muerte como no natural, o incluso antinatural, este tipo de muerte se ve envuelto por el estigma y el tabú. El duelo por suicidio es un duelo desautorizado. Muchas familias han tenido que vivir ocultando la causa de muerte de su familiar. Aparecen emociones de culpa, vergüenza, rabia, impotencia e incluso alivio -por lo que significa el fin de una situación de sufrimiento- que difícilmente encuentran los canales para ser expresadas en una sociedad más preocupada por un exhibicionismo impúdico de emociones desbordantes que de entenderse.

La ignorancia sobre el fenómeno del suicidio hace que la sociedad haya vinculado este tipo de muerte a una perspectiva moral con explicaciones que van desde lo mágico a lo sobrenatural. Se ha considerado una conducta anormal, pecaminosa desde el punto de vista religioso y durante mucho tiempo incluso reprobable desde el punto de vista penal. Ha sido explicado históricamente como una especie de «maldición» causada por las debilidades de la propia familia o la propia persona con conducta suicida, muy lejos de la perspectiva social y de salud pública en la que realmente debe estar enmarcado.

Es una muerte brusca, inesperada (incluso cuando ha habido intentos previos) y violenta. La persona en duelo por esta causa se siente desvalida y entra en un shock que la paraliza. El dolor puede ser de tal dimensión que el cuerpo se anestesia. La muerte supone un atentado contra los apegos y vínculos con nuestros seres queridos y más cuando nos resulta inexplicable como en este caso.

«Cada muerte por suicidio en su complejidad, esconde variables de tipo social que sin ser su causa se convierte en sus precipitantes»

Esta inexplicabilidad de la conducta es, sin embargo, producto de la ignorancia, de la falta de alfabetización en salud mental y suicidio. El suicidio es explicable desde las diferentes teorías creadas al efecto, por más que el peso de la cultura nos lleve a distraernos en explicaciones cuasimágicas exentas de cientificidad de esta conducta inherentemente humana, que nos ha acompañado en las diferentes épocas de nuestra evolución (la primera nota de suicidio documentada está escrita en un papiro del antiguo Egipto).

En este orden de cosas, el hecho de ser una conducta prevenible, convierte cada muerte por suicidio en un fracaso social que nos afecta de una manera u otra a todos. Cada muerte por suicidio en su complejidad, esconde variables de tipo social que sin ser su causa se convierte en sus precipitantes.

Adolescentes víctima de acoso escolar, personas con acoso laboral, personas maduras desahuciadas, sin hogar, pertenecientes a minorias étnicas o sexuales, privadas de libertad, personas con diagnóstico de patología dual, de enfermedad mental grave, con dolor crónico, personas víctimas de soledad no deseada,… constituyen grupos vulnerables que nos hablan de la importancia de las variables sociales en la génesis del suicidio.

Cada suicidio, esconde detrás un socialicidio conformado por este entramado de presiones sociales que pueden empujar a una personas a acabar con su vida por sentirse un estorbo, por sentirse sola, por haber transitado el camino de la pérdida del miedo al dolor y la muerte como comenta Joiner en su teoría interpersonal del suicidio.

Las personas que han perdido de forma abrupta a un ser querido por suicidio necesitan hablar de ellos, recordarlos y entender lo que ha ocurrido. En algunos momentos necesitarán hablar de las circunstancias en la que ocurrió el suceso. El día después de la muerte por un suicidio nos enfrenta a muchas preguntas que toman naturaleza de rumiaciones, ¿Qué hice mal?, ¿por qué me ha ocurrido esto a mí?, ¿que dejé de hacer para que esto ocurriera?…, a emociones intensas que pueden llegar a bloquearme, a tambalear nuestro proyecto de vida, nuestras ideas religiosas y espirituales e incluso el sentido de nuestra existencia. Necesitará aislarse y momentos para compartir su dolor con alguien que se muestre compresivo con lo ocurrido.

«La compasión no es una relación entre el sanador y el herido. Es una relación entre iguales. Sólo cuando conocemos bien nuestra propia oscuridad podemos estar presentes con la oscuridad de los demás. La compasión se vuelve real cuando reconocemos nuestra humanidad compartida.» (Pema Chödrön – practicante de budismo tibetano)

En esta fase la familia necesita un acompañamiento basado en el triángulo que conforman la empatía, la validación emocional y la compasión. La empatía supone entender a la otra persona desde su propia perspectiva de vida, evitando enjuiciamientos. Aquí se hace esencial el proceso de escucha activa y del manejo de los silencios. Acompañar supone la habilidad de dar a conocer que se está ahí, en presencia, apoyando, pero evitando dar consejos fáciles o soluciones paternalistas.

La validación emocional es el respeto a lo que la otra persona siente y el peso que lo que ocurre tiene en su vida, sin quitar importancia, ni sobredramatizar: el dolor no se quita, ni se provoca, solo se sostiene. Por último nos encontramos con la necesidad de compasión. La compasión es una empatía que nos mueve a la acción, a la ayuda al otro y a los autocuidados. En el budismo están estrechamente ligados el concepto de compasión y autocompasión al contrario que en la cultura occidental. El duelo es un acto que requiere un profundo nivel de autocuidado, de perdonar y de perdonarnos.

«El duelo es un acto que requiere un profundo nivel de autocuidado, de perdonar y de perdonarnos»

Como el duelo supone una confluencia de lo íntimo y personal con la vivencia social al compartir la pérdida, los grupos de apoyo al duelo se convierten en el lugar seguro para construir un relato de la pérdida que le dé sentido a lo ocurrido, para expresar los pensamientos y emociones relativos dentro un clima de comprensión y calidez y donde aprender recursos para afrontar las diferentes emociones que confluyen durarnte la vivencia de pérdida.

El grupo de apoyo al duelo por suicidio es un grupo que combina la fortaleza de compartir las experiencias entre iguales, convirtiéndose en una red que sostiene las emociones grupales y ayuda a gestionarlas y reconducirlas, con la facilitación por parte de profesionales de la psicología que aportan continuidad a la actividad, así como el desarrollo de estrategias psicoeducativas de afrontamiento y alfabetización en salud mental y suicidio.

El grupo de apoyo construye una red de apoyo social que excede sus propias fronteras para ayudar en los procesos individuales pero también para provocar cambios en la forma que tenemos de entender el suicidio y el duelo por esta causa. El grupo es un lugar para recordar y hablar de los seres queridos, un camino para transitar el duelo y hablar de ellos.

«Una civilización que niega a la muerte, acaba por negar a la vida.» (Octavio Paz en «El Laberinto de la Soledad»)

La muerte es el gran tabú de nuestro sociedad. Es una experiencia que cada vez intentamos alejar más de nuestra vivencia cotidiana. Parece que es algo que hay que vencer más que una experiencia que hay que integrar. Vivir de espaldas nos lleva a un desconocimiento de cómo afrontar las circunstancias del duelo y puede llegar a cronificar los procesos, convirtiendo el dolor y la tristeza natural en un proceso patológico cercano a la depresión. Históricamente pasamos de velar a nuestos seres queridos en el hogar, al hospital, al tanatorio y cada vez más a lugares más asépticos y despersonalizados. Los ritos funerarios y orientados al recuerdo de nuestros seres queridos que dan inicio al período de luto tienen un sentido que tenemos que recuperar. Es una oportunidad de reescribir el relato de su vida y de su muerte que nos permita integrarlos en nuestro presente.

Acabar con este tabú implica establecer unas adecuada bases sobre la pedagogía de la muerte que empiece con los más pequeños. Dentro del currículo, el sistema educativo debe integrar de forma transversal habilidades para la vida que ayuden a los más jóvenes a prepararse mejor para vivir la vida dotándole de competencias para afrontar sus vicisistudes, así como los conceptos de la pedagogía de la muerte que nos enseñe la naturaleza finita de la vida y que nos ayude a captar la verdadera naturaleza de nuestro proceso vital. La muerte tiene que volver a formar parte de nuestra vida, porque forma parte de ella.

«La ignorancia es la base de la perpetuación del problema social del suicidio»

La muerte y el duelo por suicidio no pueden ser hoy por hoy un fenómeno desconocido y silenciado. Nuestra sociedad debe afrontar el suicidio como un fenómeno de salud pública y social y darle carta de naturaleza a una muerte que no nos hace diferentes. Para ello es importante el concepto de la alfabetización en salud mental y suicidio. Perderle el miedo a un fenómeno es entenderlo. Nombrarlo nos permite afrontarlo. Conocer sus mitos, sus factores de riesgo, de protección y precipitantes, sus señales de riesgo no solo nos permitirá aumentar la prevención, sino también afrontar de forma más adecuada las consecuencias de su duelo. La ignorancia es la base de la perpetuación del problema.

Los procesos de duelo son complejos y están determinados por variables de diversa naturaleza que involucran desde vivencias anteriores con la muerte, ideas religiosas y culturales sobre esta y la forma que tenemos de entender nuestro mundo. No existe una forma de vivir el duelo y cada persona constituye en sí un universo en su vivencia. No existen recetas mágicas sobre qué hacer, pero sí hay circunstancia que pueden llegar a dificultar el proceso y contribuir a su cronificación.

«La sobreexposición de las víctimas en duelo por suicidio dificulta el proceso más íntimo donde se establecen las bases de una adecuada reestructuración de la vida»

En una hipotética dimensión entre lo que debemos hacer y no cuando aparece un duelo por suicidio, sus dos polos constituyen las conductas a evitar: hacer invisible el dolor o sobreexponerlo a lo público. El silencio es tan dañino como la sobreexposición. Podemos distinguir dos áreas en el duelo, la de expresión social del duelo y otra la más íntima. Las dos están fuertemente imbricadas. La social se da a través de los ritos que nuestra cultura comparte como cierre de la vida material de una persona. Frente al silencio que ha caracterizado este duelo prohibido, actualmente, estamos viviendo un proceso diametralmente opuesto.

La sobreexposición de las víctimas en duelo por suicidio al juicio social que se está dando a través de los medios de comunicación y redes sociales dificultan el proceso más íntimo donde se establecen las bases de una adecuada reestructuración de la vida de la persona a la que ahora le falta un componente importante de su vida. Esto no solo provoca una barrera para un duelo sano, sino que, como demuestra la evidencia científica, provoca un efecto contagio cuando la comunicación no es responsable.

No es un problema de cantidad de comunicación, sino de calidad y de respeto a las recomendaciones de una comunicación sobre el suicidio que responda a su necesidad preventiva. La instrumentalización de un suicidio, tenga el fin que tenga, puede suponer un proceso de revictimización que encuentra factores distractivos que alejan a la persona en duelo de poder realizar un proceso adecuado.

Por otro lado, debemos reconciliarnos con la tristeza. Si hay una emoción que caracteriza el duelo es el dolor y la soledad sorda y profunda en que nos sume. La conciencia de no poder abrazar a nuestro ser querido constata cómo la muerte cambia las reglas del juego dentro de nuestra relación. El abrazo y su poder curativo nos retrotrae simbólicamente a nuestra idea de comunión con nuestra «tribu». En ella nos sentimos seguros y se cubren nuestras necesidades tanto de carácter material como las afectivas. El abrazo nos lleva al útero materno cálido y seguro.

Hemos de transitar ese dolor punzante que supone la pérdida, para poder reconstruirnos. Pero su intensidad es de tal calibre que existen muchas otras emociones que siendo sanas pueden llegar a convertirse en una distracción que nos perpetúe en el duelo. La rabia y la culpa, cuando se tornan en rumiaciones, bloquean nuestra capacidad de aceptar y comprometernos con la realidad. Lo único que nos une a todos en la pérdida, es el dolor y la soledad. Lo único justo es que la vida nos devuelva lo que nos ha robado, la preciada vida de quien amamos y ha muerto. Pero eso no es posible. Recuperar a la persona amada es un viaje tortuoso, llena de meandros para llegar a una nueva forma de relacionarnos desde lo simbólico.

«La recuperación de la cotidianeidad nos permitirá convertir el dolor de la pérdida en un reencuentro con nuestro ser querido»

El duelo necesita un equilibrio entre la vivencia plena de este con la vuelta a la vida cotidiana llena de esos detalles sutiles que conforman lo que conceptualizamos como felicidad. Las muertes y los duelos nos cambiarán para siempre, nos harán atravesar un camino complicado y lleno de altibajos. No existe un concepto en español que nos ayude a nombrar el final de un duelo, quizás porque el duelo no tiene un final sino que se instala en nuestras vidas para cambiarnos. Sin embargo, la recuperación de la cotidianeidad nos permitirá convertir el dolor de la pérdida en un reencuentro con nuestro ser querido donde podremos recordarlo más desde cómo vivieron que por la causa o circunstancias de su muerte. Integrarlos de forma que el recuerdo de su persona perdure en nuestras vidas, sentirnos cerca de quien fue y de la suerte de haber compartido parte de la vida con ella. Muchas circunstancias de la vida no son malas ni buenas, solamente son y, dado que no pueden ser cambiadas, solo nos cabe aprender a integrarlas. Por nosotros y por ellas.

* Daniel Jesús López Vega, psicólogo sanitario, presidente de la Asociación de Profesionales en Prevención y Posvención en Conducta Suicida «Papageno«

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